La exactitud en lo inexacto
Verme es comprender la exactitud que existe en mí.
Sin embargo, mirar el espejo y no comprender la composición que se dibuja al frente es casi como soplar a un castillo de arena y sentir cómo mi cuerpo se desmorona.
Qué precisos son mis ojos: dos olivas negras bastan para ver lo que se pasea por la vida y lo que dejo de aprender por no tener más.
Una boca es más que lista para pronunciarse solo cuando haga falta. Lista para beber de otra boca sabia y lista para sonreír.
Dos orejas son suficiente para escuchar mi voz interior, una voz inquieta e invisible para millones de ojos y orejas.
Suficiente dos para no oír chorradas.
Si solo nací con una nariz, será que es preciso oler solo mis medias y los calcetines de quien yo quiera.
Dos manos son la proporción de todo lo que entre ellas dos cabe: una flor abeja, un abrazo, un mundo entero... Y, con los diez dedos que poseo, soy capaz de contar a la bella gente que rodea mi vida, y, por supuesto, de los que están por llegar.
Una panza es idónea para llenarse y ser feliz con la simpleza de las cosas a la vez: buena compañía, pan, y un chocolate caliente.
Dos piernas y para qué más? Si con ellas llego a caminar como una peonza en un pajar sin que nadie se entere. Siendo privilegiada yo por sentir a la cálida y gélida tierra a la vez y así, herirme y curarme a la vez.
Y todo esto es lo que aprendo al verme, aunque me desplomo como aquél castillo de arena que soplaste al principio nada más al mirarme en el espejo.
Herczeg Yael


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